LOS PROTOCOLOS (Claudio Baliente, cuento del 2013)

-Es tu último trabajo del día. No puede haber errores. El jefe está preocupado por lo que sucedió el último viernes con ese par de casos –señaló el secretario entregándole una gorda carpeta y una minuta que incluía las características del barrio, el nombre de la calle y el número de la casa donde debía presentarse a cumplir la misión asignada.

-¿Cuál es el motivo? –inquirió para abreviar la lectura de los expedientes, que cada día eran más voluminosos.

-Lo sabes demasiado bien. No hay caso donde no esté presente el amor, la soledad, el abandono...en fin –respondió el secretario con indiferencia mientras acomodaba unos viejos archivadores en la parte más alta de un mueble que parecía reventar con tantos expedientes acumulados.

-¡Qué atractiva! ¡Qué mujer más interesante! –expresó al observar la fotografía que acompañaba la primera página del informe.

-No olvides los protocolos de la misión –indicó el secretario observándole detrás de sus gruesas gafas -.No me gustaría que te metieras en líos por una debilidad humana.

Le sorprendió el legajo de antecedentes que contenía la carpeta. El personaje del nuevo caso no sólo era una mujer atractiva. Era toda una vida dedicada al servicio de los demás y, ahora, con el pasar del tiempo, una infinita pena de amor había destruido su existencia.

Mientras salía del ascensor y abandonaba el edificio, pensó en el riguroso trabajo que realizaba el secretario. En el expediente de ella estaban todos los momentos de su vida, su historia escolar y laboral, su niñez y sus sueños, sus penas y esperanzas, sus amores y sus anhelos más íntimos.

Unos minutos antes de la hora señalada, llegó a una calle cuyas veredas lucían frondosos pimientos y ciruelos. Toda la vegetación flameaba al compás de la suave brisa que a ratos alejaba el calor de aquel lánguido barrio.

Abrió la puerta metálica y caminó por una ruta de baldosas que dividía en dos un hermoso jardín donde relucían todo tipo de flores y arbustos. Un perro pequeño, gris y de abundante pelaje refunfuñó al sentir sus pasos, pero luego se quedó allí, cabizbajo, como pidiendo disculpas por su atrevimiento.

La casa era el silencio mismo. Sobre la mesa de la sala de estar había unas rosas rojas iluminando el tenue ambiente.

La encontró tendida en su cama. En el velador había un frasco de pastillas a medio vaciar y, a su lado, una carta sellada, sin destinatario. Todo estaba tal cual señalaba el expediente.

Miró unos instantes la brisa que luego de jugar con las cortinas se quedaba un instante sobre aquella inerte silueta. Se había vestido con delicadeza, en forma exclusiva para ese instante. Sus cabellos claros caían sobre la almohada y su rostro mostraba un pequeño rictus de tristeza.

Sin darse cuenta cogió el sobre, lo abrió y extrajo una esquela de color rosado. Sentado al borde de la cama se puso a leer un mensaje de despedida, escrito con hermosa caligrafía. Al llegar a las últimas palabras, sintió que sus ojos estaban húmedos y una profunda pena lo invadió. Entonces se dio cuenta que había roto el primer protocolo de la misión.

Se tendió a su lado, y se puse a pensar en esas emotivas expresiones de la carta. El sol entró al cuarto, a través de un diminuto haz de luz que fue a posarse sobre el paisaje de otoño contenido en un viejo cuadro, colgado en la pared, frente a la cama. Sus dedos se posaron un instante en sus cabellos y caminaron lentamente por su rostro, bajando por los hombros hasta llegar a la punta de sus pequeños dedos que aún se conservaban tibios. Había roto el segundo protocolo.

La besó suavemente. Ella abrió los ojos como retornando de un largo sueño, esbozó una dulce mirada de asombro y le tendió sus brazos. Era la ruptura del tercer protocolo.

Caía el sol al final del barrio cuando ella lo acompañó por el jardín hacia la puerta de calle. El perro jugueteaba alegremente a su alrededor.

-¿Vendrás mañana a esta misma hora? –exclamó ella mientras el brillo de sus ojos era un diminuto resplandor en la tarde que se marchaba.

-Me traerá la brisa de estos días –le dijo tomándola por la cintura y, tras un cálido beso de despedida, se fue calle abajo. Había roto el cuarto y último protocolo.

Sus pasos lo llevaron al final del barrio. Se acordó de una vieja canción de amor y se fue silbándola, mientras sus ojos se empapaban de los floridos jardines del lugar.

Al día siguiente, muy temprano, el secretario salió a recibirle. Su rostro era la rabia misma y su voz rebotaba en las paredes de la oficina.

-¿Cómo es posible que hayas roto los protocolos de esa misión? No puedo entenderlo. ¿Sabes lo que eso significa para tu carrera? ¿Cómo pudiste ser tan débil?

-¿Estoy despedido? –replicó disfrutando al verlo tan fuera de sus cabales.

-¡Estás infinitamente despedido! El jefe dice que perdiste tu trabajo y que deberás llevar una vida de simple mortal. Has desperdiciado tu oportunidad de ser el mejor funcionario del cielo. ¡Que tontería!

-¡Una hermosa tontería! –replicó con entusiasmo -.Le dije que era una mujer muy interesante. Creo que algún día usted debiera romper los protocolos. Tal vez le ayude a deshacerse de ese mal humor.

Le tendió la mano con una sonrisa de complicidad. El secretario se la estrechó con frialdad y dándole su rechoncha espalda retornó a ese mundo de archivos, expedientes y absurdos protocolos.

Salió de aquella fría oficina pensando en las debilidades humanas de las que tanto hablaba el secretario. Encontró que el sol se apoderaba de todos los rincones de una mañana cada vez más azul. Miró el reloj y luego de recordar la invitación de la tarde, se fue silbando por una calle que lo condujo al principal parque de la ciudad.

-Trabajar como Angel de la Muerte, realmente me tenía aburrido –dijo acomodando su cuerpo en un solitario banco situado bajo unas frondosas encinas.

Encendió un cigarrillo y se quedó mirando los zorzales que caminaban sigilosos sobre un césped de tréboles. Pensó que no era una mala idea sacar al secretario de esa absurda tarea y traerlo al parque uno de esos días.