MIS INICIOS DE LECTOR

El rostro que perdemos cada mañana

al comparar la velocidad del espejo

con únicamente la vida,

¿no será el inicio de la eternidad?

Lo ya visto / Gonzalo Rojas

 

Tenía 16 años. Los cumplí tres días después del golpe militar, mientras mi padre celebraba la llegada de los militares. Había sido un tiempo difícil, tanto en el hogar como en el colegio. Me mandaban a pasar horas haciendo unas colas enormes por un litro de aceite, dos kilos de harina, y tres kilos de pan, la gente estaba muy irritada y se armaban peleas por uno que se quería meter, a la mala, en la fila. En el colegio los profesores trataban de ejercer su función, pero todo se detenía cuando, en la Gran Avenida, empezaba una batalla de piedras, que todos contemplábamos desde nuestro tercer piso, y luego la policía llegaba, llenando de gases lacrimógenos, tratando de separar a los bandos en pugna.

Yo tenía mis propios intereses, lo deportivo ya no me motiva dada mis escasas aptitudes. Había comenzado a desarrollar el gusto por la lectura, libros nos regalaban en el colegio o eran muy baratos, yo me había aficionado por Neruda y ya me consideraba todo un experto en el poeta.

El golpe lo desbarató todo. Ese día, y muchos de los que vendrían, se escuchaba una balacera permanente, los helicópteros pasaban a baja altura haciendo temblar las casas. Dejamos de ir a clases y nadie sabía cuándo volveríamos al colegio. Ya dije que mi padre se felicitaba de la llegada de los militares, según él todo cambiaría para bien, habría orden y el país se recuperaría, que no se hicieran colas era toda una prueba de sus afirmaciones. Yo me refugie en mis libros, a la calle no podíamos salir, dado los riesgos, salvo lo estrictamente necesario, ir a los negocios a comprar, pues ahora era fácil abastecerse.

A lo lejos veo milicos alrededor de una gran fogata. Están quemando libros, y mientras los destrozan, parecen agitarse entre las llamas crepitantes, saben que hay muchos ojos mirándolos y eso los inquieta. De pronto se van, suben rápidamente a sus camiones y desaparecen. Pudo entonces más la tentación que la cautela. Caminé las dos cuadras que me separaban y con toda certeza y tranquilidad revisé lo que quedaba de la fogata humeante. Tenía la esperanza de encontrar algún texto de Neruda, pero nada, sólo recuperé El Poema Pedagógico de Makarenko, judíos sin Dinero de Michael Gold y uno medio chamuscado La Rebelión de los Colgados de B. Traven.

Me alejé rápidamente, en la calle había mucho silencio y estaba solitaria, algo me decía del riesgo que corría, pero nada sucedió. Mi madre preguntó por las compras requeridas y subí a esconder lo recuperado. En los días posteriores siguió la balacera, pero consideré que con ese material era suficiente, ya habría tiempo para más lecturas de Neruda. Eso que me acuerde, con tanto detalle, de los títulos y los autores no es buena memoria, es porque conservo los textos.

En cuanto a mi padre la alegría le duró poco. Lo despidieron como a miles de empleados públicos y nadie le hizo caso de su adhesión a los militares. Con el tiempo mis relaciones con él se fueron agriando hasta la ruptura definitiva.

Ha pasado mucho tiempo, más de cuarenta años, de vez en cuando los abro, no para leerlos, ni siquiera hojearlos. Es pura nostalgia de adolescencia, no creo que haya sido valentía ni cosa parecida.

Quito, abril, 2021.