EL DIA QUE GILBERTO GARAY SE ENFRENTÓ AL JUICIO FINAL (Claudio Baliente /Cuento 1986)

              Despertó cuando unos rayos de sol ingresaron por la ventana y empezaron a calentarle su rostro. Se bajó de la cama y miró la hora en la radio reloj. No estaba funcionando. Le dio el acostumbrado manotazo, pero nada. Encendió la luz del dormitorio, y se dio cuenta que no había energía eléctrica. “¡Otro apagón contra Pinocho!”, dijo en voz alta, estirando su cuerpo para sacarse la pereza y el sueño que aún persistía.

              Mientras se lavaba los dientes, se miró un instante en el sucio espejo del baño. Pensó que era hora de ir donde la señora Gladys, la peluquera que desde hace años lo atendía a él y a sus hermanos. Se mojó varias veces la cara para darse ánimo.

              Fue a la cocina, puso agua a hervir en la tetera y colocó una marraqueta añeja en el tostador. Miró por la ventana del comedor y observó que ya era tarde. Calculó que ya serían más de las diez de la mañana. Bebió el café y mascó con placer el aromático pan con mantequilla. Se entretuvo un rato, leyendo la revista La Bicicleta que se la había prestado su hermano Claudio. El único músico de la familia y fanático de las canciones del Pato Manns.

              Rato después, tomó la mochila con las pocas herramientas, tal como la había dejado el día anterior, dispuesto a continuar trabajando en el cobertizo. Cuando cerraba la puerta de la casa, se encontró en la vereda con una decena de panfletos que habían lanzado al jardín, cogió un par y no dejó de parecerle chistosa la consigna “Cometa hermano, llévate al tirano”.

              Tenía una semana para terminar ese cobertizo que estaba construyendo con su compadre Moise, en la casa de esa actriz de teleserie. Su compadre había hecho el contrato del trabajo con ella misma. A la actriz, llegó porque otra señora, a la que le había pintado la casa, lo recomendó, como un maestro que trabajaba bien y era muy honrado. Ahora, el compadre Moise se había ido a Valparaíso a cerrar el contrato de otro trabajo, que prometía ser muy grande, y lo había comprometido para diera rienda suelta a su experiencia en la carpintería fina.

              El día anterior se había quedado trabajando hasta que vio la luna por la ventana. Ahora llegaría un poco más tarde y dado el calor del verano trabajaría otra vez, hasta la noche. Total, nadie le controlaba el horario de llegada ni de salida. A pesar del cansancio por el apuro de terminar luego esa obra, podía trabajar en libertad, escuchando su música favorita e incluso tomar una siesta en esos cómodos sofás que había en amplio living de la casa.

              Tras llegar a la parada de micros, vio que la calle estaba vacía. No había vehículos transitando, ni tampoco seres humanos.

              Espero un rato y decidió irse al terminal de los colectivos, que estaban localizados unas tres cuadras más abajo. Caminó, tratando de comprender qué estaría pasando, por qué ese lado de la ciudad estaba tan quieto, como si un gran silencio se hubiese apoderado de ella. Ni un ladrido de perros. Tampoco estaban los bulliciosos gorriones, revoloteando alrededor de los nidos que tenían en el transformador, que había frente al taller mecánico de don Guille.

              No había vehículo ni gente haciendo fila.

              Se quedó allí unos minutos, pensando qué hacer, cuando al otro lado de la calle vio venir un hombre que caminaba con un saco blanco al hombro y un gato que lo seguía un par de pasos más atrás.

              “El mismísimo viejo del saco”, se dijo, riéndose del sujeto y recordando las historias que le contaba su madre sobre ese legendario personaje.

              -Buen día- saludó el hombre cuando llegó a su lado.

              -Buen día- le respondió.

              Dejó el saco en el suelo y cogió al gato que empezaba a ronronear alrededor de sus pies. Ahora lo vio más detenidamente. No tenía nada de vagabundo. Un vestón negro, pantalón negro, camisa blanca y zapatos negros bien lustrado. Era de su misma estatura, un poco más grueso, barba blanca y una gran melena canosa. “Si no es el viejo Marx en persona, al menos podría parecer Santa Claus”, se dijo mientras lo observaba.

              -¿Usted sabe, qué sucede con la locomoción? No veo micros ni colectivos. Tampoco gente. Parece que los del Frente Patriótico, otra vez le hicieron un apagón a Pinochet… ¿Hay protesta hoy? Dijeron que este era el año decisivo para que cayera Pinocho, pero…

              -Nada de eso. Es el fin de los tiempos –le dijo el viejo, serenamente.

              -¡Ya sé! ¡El cometa Halley se llevó a Pinocho! –dijo recordando el panfleto.

              -Olvídese del dictador. Esto es más grande. Se acabó todo. Eso ya no tiene sentido. Es el fin del mundo…Hoy es el día de juicio final…Sí, señor… ¡Juicio Final!

              La respuesta del viejo, marcando cada palabra con su tono de voz grave, y mirándolo fijamente a los ojos, lo puso incómodo.

              -Usted se está burlando de mí. Sé que es jueves y este fin de semana es semana santa, pero de dónde saca eso del juicio final…

              -No es broma, mi amigo. Estoy hablando muy en serio. ¿No escuchó la trasmisión de las radioemisoras en la mañana muy temprano?

              -Desperté tarde y la electricidad estaba cortada.

              -Brevemente…A eso de las seis de la mañana, hora de nuestro país, todas las emisoras del planeta fueron intervenidas por don Jecho. El hijo de Dios mandó un mensaje a todos los países, señalando que empezaba el juicio final. Dijo que él se había instalado en Roma y que sus apóstoles y arcángeles, con sus legiones de ángeles, se estaban haciendo cargo de cada ciudad. Había venido a cumplir su palabra. Todos los que dijeron creer en él, serían juzgados…

              -¿Y en Chile y Santiago? -le interrumpió de seguir lo que creía era una broma del viejo.

              -Lo que más me ha divertido es que dijo que había destruido todas las catedrales, templos, iglesias, capillas, mezquitas, salones y cuanto hubiese sido usado como lugar de adoración en su nombre…Las había hecho polvo, porque se habían convertido en cueva de ladrones y pecadores. Y sería muy raro que algún monje, sacerdote, pastor o predicador, fuese al cielo. Lo dijo clarito.

              -¿No será que se está burlado de mí ignorancia?

              -No, mi amigo. ¿Usted es creyente?

              Se quedó pensando unos segundos. ¿Era un cuento de un viejo loco o verdaderamente había llegado el día del juicio final? Nunca había pensado que fuese así. Aún no se cumplían dos mil años.

              -La verdad, no voy a misa. Igual que mi padre, no creo en los curas, y menos en los pastores. Para qué hablar de esos agentes de la CIA, que dicen que son los mormones. De los Testigos de Jehová, solo tengo una hermosa vecina que me regala el Atalaya, tratando de conquistarme para su causa. En resumen, soy creyente a mi manera.

               El viejo sacó un reloj de bolsillo, lo miró unos segundos y luego se acarició la barba, hablándole paternalmente.

              -Amigo mío, le queda una hora para llegar al lugar donde debe presentarse.

              -¿Cómo voy a saber dónde tengo que ir?

              -¿Cómo se llama usted?

              -Gilberto…Gilberto Garay.

              -Los de la letra G deben ir al parque O’Higgins. Como soy madrugador, logré escuchar la cadena de emisora de don Jecho. Según la letra inicial de su apellido paterno, le corresponde presentarse en ese lugar. Además, es la letra de mi apellido.

              -Usted no me dijo su nombre.

              -Ernesto Guevara.

              -¿Es otro chiste? Con esa barba más bien se parece a Marx, pero ya jubilado. O más bien a Santa Claus.

              -Digamos mejor…el viejo pascuero. Hasta el año pasado me gané unos billetes, imitándolo. Ahí en el paseo Ahumada. Un par de veces arranqué de los pacos, cuando reprimían esas marchas de los estudiantes. Un día, un niño me dijo que yo era el viejo pascuero falso, que el verdadero estaba en el polo norte y que solo salía la noche de navidad, que él no se sacaba fotos ni hablaba con los niños. Entonces renuncié.

              -Buen cuento…

              -Tome mi carnet. No es chiste –el viejo saco de su bolsillo del vestón una billetera de cuero, con motivos artesanales, extrajo el documento de identificación y se lo puso frente a sus ojos, casi rozándole la nariz.

              -Esta parte se la creo. Si me queda una hora, nunca llegaré a pie.

              -Ahí en esa esquina hay un almacén. Entre por la puerta que hay en el costado y en el patio encontrará una bicicleta, la Merckx.

              -No conozco esa marca.

              -Vaya ignorancia –río el viejo, dejando el gato en el suelo -.La llamo así en honor al gran Eddie Merckx, ese ciclista belga, el mejor de todos los tiempos.

              -De ciclismo, solo sé que mi compadre Moise fue un gran ciclista en su juventud y corrió con Sergio Tormen, campeón nacional, al que la DINA secuestró y despareció. Siempre me habla de sus aventuras deportivas, que no pudo continuar porque tuvo un accidente que le impidió seguir pedaleando…

              -No más charlas –interrumpió el viejo-. Con la Merckx, llegará en unos cuarenta minutos o menos, si pedalea rápido. ¿Sabe andar en bicicleta?

              -Mejor no le contesto –ya se estaba enojando con las respuestas que le daba el ex viejo pascuero.

              -Buena suerte entonces. Imagino que si ha obrado bien no se lo entregarán a don Sata –río el viejo, cogiendo el saco.

              -¿Y usted? No lo veo nada de preocupado.

              -Amigo mío. Esto es para los creyentes. Yo soy ateo. Después nos tocará a nosotros. Lo dijo don Jecho en la mañana. Así, que por ahora disfrutaré estos luminosos días de abril en el que el cometa Halley nos entretuvo mientras Pinocho y su gente hacían de las suyas.

              El viejo le tendió la mano, que él estrechó con un poco de molestia, y se fue caminando con el saco al hombro y el gato detrás.

              -¡Ah!...Se me olvidaba…Debe presentarse en parejas –le dijo cuando ya estaba a una cuadra de distancia y él cruzaba la calle en dirección del almacén.

              -¿Que dijo?

              -¡Que el juicio es en parejas!..¡Tendrá que encontrar a alguien más! - le gritó el viejo sin detener su tranquila marcha por el centro de la calle.

              “En parejas”, se quedó un instante pensando y luego de abrir la puerta, bajo un parrón que aún conservaba unos racimos de uva, encontró la bicicleta. Era una pistera. La observó unos instantes. “Esta es una joya”, se dijo, mientras se subía en ella y revisaba los cambios. Sintió que estaba hecha a su medida.

              Minutos después pedaleaba raudo por las calles solitarias. Al llegar a una esquina, se topó otra vez con el viejo sentado en la vereda. Estaba dándole de comer al gato.

              -¡Buena suerte! –le gritó el viejo, cuando él paso a su lado.

              -¡Sí que es una joyita! –le respondió y aceleró hacia avenida Santa Rosa.

              Mientras pedaleaba, emocionado con todas las calles para él, se dio cuenta que aún llevaba la mochila a su espalda. No era mucho peso, pero no tenía sentido presentarse en el juicio con herramientas. Así que decidió dejarlas en la casa del compadre Moise, que vivía cerca de Santa Rosa con Avenida Vespucio.

              Cuando llegó a la casa, obviamente igual que todas, estaba vacía. La esposa del compadre Moise y sus hijos lo había acompañado a Valparaíso. “Allá se habrán presentado”, se dijo y luego lanzó la mochila por sobre la reja de calle, la que cayó frente a la puerta de la casa.

              Se fue por Avenida Américo Vespucio en dirección a la Carretera Panamericana. Sentía que estaba más relajado, entregado a la nueva situación. Pensó en sus dos hijos que estaban con su madre. Ella era tan devota que quizás tempranito se había presentado con sus nietos. De seguro, que hace mucho tiempo tenía ganado el cielo. Sus hijos eran buenos niños. Y la madre de ellos, tampoco era una mala mujer, solo que a veces las cosas no resultan. Sus hermanos eran buenas personas, también sus mejores amigos. Todo eso lo tranquilizó. Sólo debía preocuparse de su situación. “¿Se ganaría el derecho al cielo?”.

              Al llegar a la Carretera Panamericana, frente al Cementerio Metropolitano, unas ráfagas de viento helado empezaron a cruzarse en su ruta. El cielo se iba poniendo gris, cada vez más gris.

              Cuando llegó a la altura de Carlos Valdovinos, sintió algunos truenos y relámpagos a su espalda. “Será el fin de los tiempos, como explicaba el viejo”, se dijo, preocupado de que no alcanzase a llegar a tiempo y realizó un par de cambios para acelerar la marcha.

              Decidió entrar al parque O’Higgins por el lado de la calle Rondizzoni. El aire se volvía cada vez más frío y el cielo estaba plenamente nublado. Ahora ya no era gris, se volvía oscuro. Nuevos truenos y relámpagos lo recibieron cuando entraba pedaleando al parque.

              Cerca de la laguna, donde se divertía con sus hijos, andando en bote cuando eran pequeños, encontró una mujer sentada en una banca. Lo invadió la alegría, al saber que por fin encontraba a otro ser humano.

              Llegó pedaleando donde la mujer, frenó al lado de la banca y, sin bajarse de la bicicleta, la saludó ansioso de saber si había llegado a tiempo.

              -¡Hola! ¿Ya terminó?

                Ella lo observó y le respondió con un dejo de amargura.

              -No. Aún queda un grupo de gente. Para mí, ya terminó todo...

              -¿Por qué no estás allá? -le dijo, sorprendido de la respuesta de la mujer.

              -No cumplo con los requisitos.

              La observó unos instantes. “En otra ocasión, tal vez la habría invitado a alguna parte”, se dijo mirando como ella se quedaba cabizbaja, mientras las primeras gotas de lluvia humedecían el suelo.

              Le calculó unos treinta años. Sus cabellos negros, caían más abajo de sus hombros. Vestía una túnica celeste, sandalias de cuero con adornos dorados y se cubría con una chaleca de lana, también celeste.

              -¿Eres atea?

              Ella alzó la cabeza y sus ojos negros brillaron de ternura.

              -Me vine de La Serena a trabajar en una financiera, hace una semana. Con unos horarios en que solo llegó a dormir en un departamento que me prestó una tía. No conozco a nadie. Y llegué aquí pensando que alguien podía también presentarse solo. Ahora estoy a unos diez minutos del cierre –dijo ella mirando la hora en su pequeño reloj de pulsera.

              Se bajó de la bicicleta y la dejó apoyada en un árbol cercano.

               -Yo también estoy solo... ¡Vamos! –le dijo tendiéndole una mano para ella se levantara de la banca.

              -¿Irías conmigo? No sabes nada de mí, ni yo de ti.

              -Tú me necesitas y yo también. A Cristo, solo le interesa que lleguemos en pareja. Ese era el mandato de la mañana… ¿o no?... Será un placer llegar al juicio final acompañado de una mujer tan hermosa.

              -Bueno… Entonces debes identificarte con esto.

              Ella se acercó y le colgó del cuello un crucifijo que mediría unos diez centímetros de largo, plenamente dorado igual que la gruesa cadena.

              -¡Qué lindo!..¿Y tú?

              -También tengo el mío –dijo ella, mostrando uno semejante, que llevaba cubierto por la chaleca.

              Tomado de la tibia y suave mano de ella, con una ya persistente y fuerte llovizna, acompañada de truenos y relámpagos, llegaron a la Elipse del parque.

              Mientras apuraban el paso, para integrarse a una pequeña fila que estaba en medio de la Elipse, observó que dos grandes figuras vestidas plenamente de blanco, esperaban a las parejas que caminaban cabizbajos y en silencio.

              Eran dos ángeles. Sus alas se mecían lentamente. Calculó que medirían más de dos metros de estatura. Encontró que eran semejantes a como aparecían en aquella enciclopedia sobre grandes pintores que le regaló su tío Carlos, cuando cumplió doce años. Le extrañó que la llovizna, que se volvía cada vez más intensa, no mojara sus largos cabellos ni tampoco sus túnicas.

              -Estos ángeles, son gringos –le dijo a ella en voz baja.

                Ella apretó su mano, en señal de que guardara silencio.

               Cada ángel estaba armado de una gran espada luminosa, con la que apuntaban a quienes les correspondía presentarse ante ellos. La respectiva pareja desaparecía en medio de los haces luminosos.

              Eran los penúltimos en la fila.

              Ella le apretó la mano y luego le dio un cálido beso en la mejilla.

              -Gracias por acompañarme.

              -Me hubiese gustado haberte conocido antes –le dijo él, sonriéndole, pero sintiendo una gran nostalgia por haberla encontrado de esa forma.

              -Tal vez, nos veamos de nuevo –replicó ella con un nuevo beso.

              Se quedaron en silencio. Ahora estaban frente a los ángeles.

              Bajó la cabeza y apretó la mano de ella. Estaban mojados de pie a cabeza. Alcanzó a ver de reojo, como los ángeles apuntaban sus luminosas armas hacia ellos y luego vino un destello enceguecedor.

              No supo más.

              Despertó con el golpeteo de la reja de calle. Saltó de la cama y fue a observar por la ventana del living-comedor, quien hacía tanto ruido. Era el compadre Moise. Corrió la cortina y le hizo una seña de que lo esperaba. Al buscar las ropas para vestirse, encontró que estaban tiradas en el piso del comedor, todas mojadas.

              -Hola compadre Moise –le saludó estrechándole la mano, minutos después que logró vestirse y encontrar la llave de la puerta de calle.

              -Usted sí que la hace en grande –le dijo el compadre Moise tras saludarlo.

              -¿Por qué está aquí? ¿En Valparaíso no hubo juicio final?

              -¿Qué juicio, compadre?

              -El juicio final… ¿tampoco sabía?…

              -Mire compadre…Ayer no fue a trabajar. La dueña lo estaba esperando para explicarle algunos detalles del techo del cobertizo. No sé porque pasó a tirar una mochila con unas herramientas a mi casa.

              -Puedo explicarle…

              -Lo chistoso es que le sacó la bicicleta a don Pedro para irse al parque O´Higgins. La dejó en un árbol cerca de la laguna de los botes. La buena suerte es que un vecino que andaba de paseo la reconoció, porque algunas veces se la había prestado y la trajo de vuelta.

              -Un viejo me dijo que podía usarla…

              -Lo que sí me parece que es que siendo tan amigos, no me haya confesado que estaba saliendo con una mujer muy hermosa. Si quería ocupar el día de ayer, debió avisarme.

              -¡Déjeme explicarle! –alzó la voz ante la andanada de reclamos que estaba recibiendo.

              -No, compadre además se volvió creyente. Mire el inmenso crucifijo que anda trayendo en el pecho. Imagino que ella se lo regaló y le pidió que hasta durmiera con él para que no la olvidara… ¡Compadrito!… ¡Sí que lo agarro firme el amor!           Descanse, mañana hablamos…

              El compadre Moise se fue calle abajo y lo dejó junto a la puerta de calle.

              -¡Buen día! Imagino que eso de ser creyente a su manera, no le sirvió mucho. A Don Jecho no lo engaña nadie, a pesar de que se colgó esa cruz en el pecho. Ahora, estamos juntos en la lista de los ateos –le dijo una voz que le pareció familiar.

              Era el viejo del día de ayer, que le hablaba desde el otro lado de la calle, sentado en la vereda, con el saco al lado y el gato en brazos.