DESDE LA SILLA Claudio Baliente / Cuento (1981)

No lo había visto antes, quizás fuera nuevo en la población, o tal vez llevaba años viviendo en ella y nunca pasó antes por esa calle, donde él acostumbraba a tomar un poco de sol. Y fue en uno de esos pocos días, en que tuvo que salir a comprar, cuando lo conoció. Se había detenido cerca de un árbol, en la esquina cercana a su casa, porque ya el cuerpo le tambaleaba, y no podía caminar, cuando pasó cerca el joven aquel, llevando un libro bajo el brazo, en tanto iba arreglando el cierre de la parka azul con las dos manos. Le pidió ayuda, le dijo que le acompañara a llegar a la puerta de la casa, porque no podía caminar solo, debido a su enfermedad.

            “Por supuesto”, le respondió él alegremente y lo cogió del brazo derecho, al tiempo que le ayudaba a cruzar lentamente, al otro lado de la calle. Con su cuerpo temblando, y sudor en la frente, pudo llegar hasta la reja de calle y afirmarse. Le pidió que lo dejara allí, que descansando unos minutos se le pasaba, y él se fue con su parka azul y el libro en la mano, silbando una canción mejicana que a su vieja edad, recordaba.

            Cada domingo, cerca del mediodía, estaba allí esperando verle pasar para saludarlo y sonreír con ese joven. Era como si entre los dos existiese una vieja amistad y la sonrisa fue el mejor medio para comunicarse entre sí. Ambos sabían que algo había empezado esa serie de saludos dominicales del mediodía. No había fallado ningún domingo, ni en otoño ni en invierno, ni ahora que empezaban a florecer los árboles comunicando la llegada de la jovial primavera.

            Ahora estaba allí. Un domingo más, contemplando el ir venir de los vecinos, la gente yendo a la feria y el lado de la polvorienta calle, cubierta de verde pasto en sus orillas, por donde acostumbraba a pasar él, su compañero del semanal saludo dominical. Los minutos pasaban lentos. El sol avanzaba por detrás de las pequeñas nubes que pretendían ocultarlo. Miró su viejo reloj, compañero también de su jubilación, allá en la fábrica. Era cerca del mediodía y pronto aparecería él.

            Vendría caminando a paso lento y trayendo su parka azul, el libro bajo el brazo y una mano metida en el bolsillo. Al pasar cerca de él y estar a unos metros, sonreiría y le saludaría diciendo: “¿Qué tal?” o tal vez “Buenas…”, o un alegre “¿Cómo está vecino?” Nunca saludaba igual, cada vez era una frase distinta, pero siempre con la misma sonrisa, clara y humilde con que le conoció al principio. Luego se iría lentamente, dándole la espalda hasta perderse al final de la calle. Tampoco le había visto venir desde donde se perdía, ese final de la calle hacía donde él estaba sentado. No recordaba bien si había pasado ello. ¿O sí? Sí, una o dos veces, pero en la semana; fue un día en la tarde mientras su esposa arreglaba el jardín, y otra vez, una mañana de sábado cuando le llevaba la manguera a su vieja, para regara los árboles de la calle.

            Era alto, un poco más que él, delgado, un poco moreno y ojos claros. Su cabellera un poco larga. Hablaba con voz de esas que no tiemblan, era serena, clara y firme. Caminaba lento, pero a paso firme. Siempre llevaba un libro en la mano, a veces también un diario. No tendría más de veinticinco años.

            En los días de invierno y cuando había lluvia, también pasaba y se saludaban, a pesar del barro de la calles y de los goterones que golpeaban el gorro de su parka. Él, le sonreía desde la ventana del segundo piso o desde la pieza con la cortina gris y metálica que permanecía a medio levantar. El joven caminaba rápido, pisando en las partes menos blandas, para no hundir sus botas militares en el barro. A veces, él le sonreía levantando la mano desde la calle y desde la ventana le correspondía moviendo la cabeza. Su esposa también empezaba a querer a ese joven, por el que tanto esmero ponía el viejo jubilado en saludarle y verlo pasar calle abajo.

            Tres o cuatro veces, pasó acompañado y, a pesar de todo, lo saludó. Una vez pasó con una muchacha de quince o dieciséis años. Venían conversando y parecía que él le daba alguna explicación sobre la enseñanza de la televisión. Eso fue lo que alcanzó a escuchar. No cabía duda que era su hermana. Tenían un gran parecido los dos. Ella también era morena y los ojos y la nariz igual a los de él.

            Un día de invierno, pasó acompañado de un amigo, pues conversaban alegremente y el que lo acompañaba, casi se cayó en el barro al llegar a la esquina. Era más bajo que él y tenía barba. Y en otra ocasión, pasó con el de barba y otro joven, también alto como él, pero más moreno y de cabello negro y crespo.

            Fue un día domingo, en que había llovido toda la madrugada, y su esposa se había sentido muy enferma.

            Miró el reloj, justo en el momento en que el sol era cubierto por una pequeña nube. Las dos y media y él no pasaba, aún. La calle estaba desierta. No había nadie, a excepción de él, que permanecía en la silla, un poco sorprendido del atraso de su esperado amigo de saludo. Nunca se atrasaba tanto; a lo más uno o dos minutos, o llegaba adelantado, pero medio hora era demasiado tiempo. La preocupación empezó lentamente a invadirlo y por su mente pasaban multitudes de cosas. Un escalofrío recorrió su cuerpo envejecido por el trabajo y las penas. No podía ser que estuviera enfermo o que le hubiese sucedió algo. No, no podía ser posible; desechó, apretando sus temblorosas manos, la idea de que hubiese tenido algún accidente. Volvió a mirar el reloj, lo guardó en el bolsillo de su negro chaleco y luego observó la calle. Se veían las sombras de los árboles sobre la tierra como marcas de los pasos de un animal gigante, de esos que salen en la televisión, a veces.

            Sentado en su silla, observando la calle, viendo pasar la gente y recordando cada uno de los domingos compartidos con aquel joven, fue sintiendo el paso lento y terrible de los minutos. Eran cerca de las dos, cuando su esposa lo vino a buscar para almorzar. Caminó lentamente, con su cuerpo tembloroso, llevando una mueca de preocupación y de tristeza en el rostro moreno y arrugado.

            Los domingos, venían uno tras otro, pero él no recortaba su figura sobre aquella calle. Domingo, tras domingo, él esperaba su venida, inútilmente, sin verlo llegar. Se levantaba más temprano y se iba a almorzar un poco más tarde, con tal de permanecer más tiempo en la silla, anhelando la venida de la única persona que él dejó que lo ayudara a cruzar la calle.

            No hacía otra cosa que recordar cada uno de los momentos de comunicación con aquel joven de parka y del libro en la mano. ¿Cómo es que él se convirtió en tan importante personaje para su existencia? Algo había en ese joven que llamaba su atención. Quizás, el hecho de verlo pasar tan saludablemente y esa alegría a flor de labios, lo identificaba con su deseo de caminar y de disfrutar la vida. Era verse reflejado en él. Pudiese ser, tal vez el hecho de verlo siempre pasar con un libro bajo el brazo y simpatizar con él, debido a que nunca fue a la escuela y tampoco tuvo la oportunidad de aprender a leer y escribir. La conducta del joven, lo hacía sentir admiración debido a que casi todos los que conocía se caracterizaban por irrespetuosos, despreocupados y amigos de los vicios.

            La tristeza empezaba a desarrollarse lentamente en su interior, desplazando a ese estado de tranquilidad y de alegría que había empezado a gestarse con el conocimiento de aquel joven.

            Un domingo, cuando él llevaba la silla hacía la vereda, verdecida por el paso, lo vio venir, como siempre. Lentamente caminado, no llevaba la parka azul, pero si un libro un poco más grande y de tapa azul. Al pasar cerca de él, lo saludó alegremente con un “tanto tiempo”, “¿qué tal, ah?”, y se fue silbando esa canción mexicana que él, para no olvidarlo, también aprendió a silbarla. No había cambiado mucho, seguía delgado y el cabello le había crecido un poco. Ahora no usaba la parka, quizás por el calor que empezaba a reinar. Se acercaba ya el verano y permanecer mucho tiempo sentado le estaba afectando su salud. Él también se había dado cuenta, por eso se sacó la parka y vestía ropa liviana y veraniega.

            Pasó cerca de las doce, como siempre. Después de verlo perderse al final de la calle, que parecía llegar hasta la nevada cordillera, él se enderezó temblorosamente, cogió la silla y afirmándose en la reja de enmohecida madera, entró en la casa.

            Aquella, fue la última vez que lo vio. Las semanas pasaban lentamente, casi interminables y los domingos, de cálido sol, veían al viejo sentado en el frontis de la reja, frente a la acequia verdeada en que se desplazaban lentas aguas sucias, esperando su saludo. Una mueca de tristeza, fue aferrándose en su rostro sereno y los ojos no se cansaban, anhelando captar aquella silueta tan peculiar que pasaba una vez a la  semana, por aquella calle. Pensó varias veces solicitarle a su vieja compañera de vida, que lo ubicara y lo invitara a visitarlo, pero se retenía al comprender que nada había que impulsase a ese joven para que viniese a su casa. Tal vez, si le hubiese hablado algo más, aparte de la alegría de verlo y el saludo, habría sido algo distinto; pero, había tantos temores que lo incitaban a no dialogar con él, que por ello nunca se atrevió a buscarle conversación. “No te quedes así”, le dijo su esposa. “Si te saluda y ríe contigo, será porque le caes simpático”, le insistía  ella y cada domingo le advertía, antes de acompañarlo con la silla, que no lo dejara pasar, así como así. Era una gran compañera. Su mujer lo comprendía y lo ayudaba a alegrarse. De no ser por ella, su vida de jubilado y semiparalítico, habría sido igual a la de un perro  viejo y enfermo, abandonado en la calle. Y él decidió un domingo, hablarle; aunque no sabía de qué conversaría, se hizo el ánimo de entablar amistad con él.

            Ese domingo, estuvo toda la mañana ensayando de qué hablarle. Tal vez, le preguntaría la hora, si venía de la iglesia, o si terminó el partido de fútbol. No sirvió de mucho, él no pasó aquella mañana.

            Los domingos, pasaban lentos y cálidos. Todo volvía a ser como antes, la gente hacia la feria y los vendedores de sandías, reaparecieron con el verano. Hasta que un día en la tarde, su esposa, que había salido a comprar, le trajo la noticia. Había escuchado un comentario entre los vecinos de la esquina, donde estaba el almacén.

            “Dicen que lo llevaron preso, al joven ese que te saludaba”, dijo tristemente, su esposa. “Parece que era un estafador, dijo doña María”. “Pero, don Manuel dice que era un extremista” “Otros, decían que era un ladrón” Él la escuchaba tembloroso. Su boca murmuró un “no puede ser” y se quedó callado, mirando la calle, a través de la cortina metálica a medio cerrar.

            Al día siguiente, su vieja, tierna compañera de penas, le trajo el diario. Ninguno de los dos sabía leer ni escribir, pero qué interesaba eso, si allí, en primera página, apareció su rostro sereno y de mirada dulce, acompañado ahora de grandes letras rojas. Se quedaron mirando largo rato hacia la calle. El sol se perdía entre las casas y verdes árboles, y una brisa fría recorrió el lugar, levantando polvo por la calle larga, donde aparecía él. Se quedó mirando la fotografía y luego su voz cansada le preguntó: “¿Qué hiciste hijo mío?” Un par de lágrimas corrieron por sus mejillas, al tiempo que su mujer le cubría la espalda con un chal.

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 (Este cuento obtuvo el Primer Lugar de la Zona Central en un Concurso Literario organizado por la Caja de Compensación Javiera Carrera, que dividió la participación de los concursantes en tres zonas a nivel nacional (1981). En ese entonces usaba el seudónimo Leonardo Verona, y fue publicado en un libro con los cuentos ganadores)