ALDONZA (Cuento/ Claudio Baliente, 2001)

     

              El aroma a jazmín y una suave humedad sobre su frente, despertaron al Caballero de la Triste Figura. Se encontró tendido sobre el regazo de unos ojos verdes que lo miraban con dulzura, mientras el pañuelo perfumado presionaba lentamente sus sienes.

              -¡Dulcinea! ¡Mi hermosa dama! –exclamó intentando enderezarse.

              -Descansad un rato, mi señor –expresó ella.

              -¿Y el monstruo? ¿No os hizo daño?

              -Os equivocasteis, mi señor. Es mi nave. ¿No la recordáis?

              Ella lo ayudó a sentarse. El Caballero de la Triste Figura observó el camino que desaparecía al final del espeso bosque. El sol, convertido en una pequeña naranja, enviaba sus últimos haces de luz, que caían sobre los cabellos de su dama. A unos veinte metros, vio el monstruo. Era blanco, con ojos luminosos y tenía abierta su ala derecha. Más allá, su leal Rocinante comía de la hierba fresca que florecía en los costados del camino.

            -Me siento mejor -dijo poniéndose de pie, con la ayuda de su dama.

            El Caballero de la Triste Figura cogió su lanza que, tras el encuentro con el monstruo, había caído en medio del duro y negro camino. Su armadura crujía suavemente, tras cada uno de sus pasos.

              Volvió donde la mujer y se arrodilló con humildad. Ella lo contempló de pie, sonriéndole. La dama le acarició unos instantes sus blancos cabellos y luego le ayudó a ponerse el dorado yermo de Mambrino, artefacto que Sancho mantenía lustroso y limpio.

              -Debéis perdonarme. Quizá los hechiceros me han jugado una mala pasada, queriendo confundirme, para que le hiciera daño a mi dama.

              -No os preocupéis -señaló ella-. Debéis continuar con vuestra misión.

             Rocinante se acercó cabizbajo y se dejó montar. Erguido sobre su montura, y lanza en ristre, el Caballero de la Triste Figura vio a su dama introducirse en el vientre del monstruo, ingresando por el ala abierta. En unos segundos. el blanco ser desapareció al final del horizonte, donde el crepúsculo se había ya instalado.

              -Ningún caballero andante, tiene una dama tan valiente como mi Dulcinea. Ella es la única que sabe dominar a estos seres encantados –expresó el Caballero de la Triste Figura, mientras que espoleaba suavemente a su delgado corcel, que a paso cansino se introdujo por una senda del bosque.

              Desde el espejo retrovisor, ella vio perderse la figura del jinete, galopando al único ritmo que Rocinante solía emplear en dichos viajes.

              Había pasado un cuarto de hora de que se encontrase con el Caballero de la Triste Figura, cuando el teléfono celular interrumpió sus meditaciones.

              -¡Hola! ¿Quién habla? – exclamó malhumorada.

              -Aldonza, ¿No me reconoces? Habla Cervantes. Es para decirte, que otra vez nuestro caballero salió a sus andanzas, a pesar de que aún no se recupera de los golpes que le dieron esos estúpidos galeotes.

              -Ya lo sé –replicó enfadada –.Se me cruzó en el camino. Por suerte Rocinante ya conoce a su amo. Cuando vio mi vehículo, frenó bruscamente y lo lanzó a un costado de la carretera. En este instante, debería estar llegando a casa.

              -Lo que más me molesta, es el maldito Sancho, que con la excusa de su burro enfermo, se ha negado a acompañarlo.

              -¿Qué puedo hacer yo? No es mi problema.

              -Aldonza, mi amor, no te enfades.

              -¡Ya sabe que no soy su amor, y que no me gusta hablar con usted!

              -¡Eres porfiada Aldonza!... ¿Es posible que confundas la lástima con el amor? A mi juicio, no amas a ese loco, sino que más bien te da pena. Es tu instinto maternal de protección el que te hace estar con él.

              -Ya le dije, señor Cervantes, que no voy a aceptar sus invitaciones ni siquiera a tomar un té. ¡Estoy harta de sus llamadas!

              Aburrida con sus insinuaciones, cortó la comunicación y lanzó el aparato al asiento trasero. Encendió la radio y aceleró el vehículo con la idea de llegar a La Mancha, antes de medianoche.

              Sentado frente a su computador, al darse cuenta que Aldonza había puesto término al dialogo, se puso de pie y se sirvió un vaso de rojo vino que depositó junto al teclado. Cogió el teléfono y marcó un nuevo número.

          -¿Sancho? ¿Eres tú? ¡Maldito gordinflón! Aldonza casi atropella a tu amo en la carretera y tú viendo esas malditas teleseries. Sal a buscarlo, antes de que se meta en nuevos líos. ¡Qué me importa que haya oscurecido y no sepas donde anda! ¡Hazme caso o te despediré sin pagarte ninguna maldita indemnización!

          Dejó el teléfono y se quedó un instante mirando aquel rostro que cubría toda la pantalla. Con desgano, bebió lentamente. Viejas historias revivieron, en el momento en que el líquido caía fríamente por su garganta, hasta llegar al estómago y provocarle un leve temblor.

              -¡Aldonza!, ¡Aldonza! Nadie te amará más que yo. Llegará el día en que galoparé por los prados de tus ojos. Algún día, seré tu Caballero Andante.

              Bebió un nuevo trago y siguió escribiendo. Las teclas, a través de un ritmo frenético, alejaron el silencio que se había instalado en la habitación.